Es raro lo que me pasa al recordar ese lugar. Pasé casi toda mi infancia, o por lo menos una etapa importante, linda, esa que va de los 8 hasta los 15 años y que te marca y te hace pertenecer para siempre, pero no puedo reconocer a Lanús como "mi barrio". El haber sido nómade toda mi vida no ayuda con los recuerdos tampoco, pero el grado de pertenencia con ese pedazo grande del sur de Buenos Aires es casi igual a... cero.
Y eso que viví buenos momentos ahí con la primera barra, con los vecinos en la vereda, el andar en la calle todo el día, el primer beso, el colegio Santa Faz (uf, nunca pude escapar de lo religioso) y siempre vagar en libertad por todo Valentín Alsina, Villa Diamante y hasta los peligrosos y periféricos (aún en ese tiempo) Villa Fiorito y Villa Caraza, todos ellos pertenecientes a la mole de fábricas y cemento gris que es Lanús Oeste (sí, existe otro Lanús, el Este y es tan grande y con muchas otras historias).
Incluso su club (ojo, modelo de club) me resulta muy antipático (amén de su color horrible de camiseta, eso que llaman granate). Todo eso pertenece ahí menos yo. Y ese pensamiento negativo se acrecienta cuando pienso que si tuviera que elegir un barrio sí o sí, enseguida se me viene a la mente Parque Patricios aunque haya estado en él muy poco tiempo en comparación.
Lo que siento cuando vuelvo por sus calles en alguna visita fugaz recorriendo con moto lo que antes hacía a pie y en bicicleta, es melancolía. Sensación lógica con una de esas visitas inevitables cuando uno va envejeciendo. Y ver el verdillo al lado del cordón y en toda esquina. En ningún otro lado existe ya, pero Lanús, sigue lleno de verdillo...
Esta entrada está (muy) influída por la lectura del libro